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El puente de piedra

Leí hace poco un libro excelso de una temática difícil de precisar. Quiero decir, el título de la obra es clarísimo, pero podría sesgarle a la hora de resolver el sencillo ejercicio que acá le propongo. Entonces,  no se lo voy a decir así de primera entrada. Además, encasillar la obra bajo cualquier etiqueta no le haría mérito. Todo caso, para proceder con el ejercicio, comparto primero con Usted una anécdota, un breve pasaje que me tiene embelesado y el cual creo que tiene el potencial para cambiar el mundo – en tanto nosotros resolvamos el implícito enigma.

El pasaje dice así: “El nombre del antiguo maestro era Yoshu y vivía en un monasterio. Los monasterios están construidos generalmente en las montañas y este lugar en que Yoshu residía era conocido por su puente de piedra sobre los torrentes. Un día, un monje se acercó al maestro y le preguntó: “Este lugar es muy conocido por su puente natural de piedra, pero aquí yo no veo ningún puente de piedra. Solo veo un tablón, un podrido trozo de madera. Dime maestro, te lo ruego, ¿dónde está el puente? Esta fue la pregunta formulada por el monje y así respondió el maestro: “¿Solo ves este miserable y raquítico tablón y no ves el puente de piedra?” El discípulo dijo: “¿Pero dónde está el puente de piedra?” El maestro respondió: “Los caballos pasan sobre él, los burros pasan sobre él, gatos y perros, tigres y elefantes pasan sobre él, hombres y mujeres, pobres y ricos, jóvenes y viejos, humildes y nobles, ingleses, japoneses, musulmanes, cristianos, lo espiritual y lo material, lo ideal y lo práctico, lo supremo y lo más vulgar. Todo pasa por él, incluso tú, oh monje, que te niegas a verlo, estás andando con total indiferencia y, lo que es más importante, no estás agradecido en absoluto por ello. No dices gracias por cruzar por el puente. ¿De qué sirve entonces este puente de piedra? ¿Lo vemos? ¿Estamos andando sobre él? El puente de piedra yace tendido y permanece silenciosamente desde el pasado sin comienzo hasta quizás el futuro sin final.”

El pasaje ahí termina, pero el ejercicio solo comienza: las incógnitas nacen por sí mismas. El discurso de Yoshu sabe a puesta de sol desde el muelle, a noche estrellada, a árbol meciéndose en la brisa. Amigo lector, ¿Usted qué piensa? ¿Qué es el puente de piedra? ¿Lo vemos? ¿Lo vislumbramos al menos? ¿O acaso son varios los puentes sugeridos? Intuyo que no hay una única respuesta, y quizá haya tantas como vidas cruzan este mundo; o acaso nace una réplica en cada uno de los instantes que conforman nuestras existencias. ¿Serán respuestas las hojas de hierba y la canción de los arroyos en los campos? Quizás…

El enigma está planteado, estas líneas han cumplido ya su propósito. Le dejo pues con la más sutil y también la más importante de las tareas: ver el puente. El solo hecho de querer verlo ya es algo. Presiento que es el primer paso para construir una senda que nos lleve a todos a cruzarlo, y últimamente, a un mejor destino como Humanidad. Si alguien lo ve, por favor no deje de compartirlo. Yo también quiero verlo.

La carta de despedida del león Kivú

Este artículo fue publicado en varios medios y se volvió viral en todo el país. Fue además utilizado en el homenaje rendido a Kivú por parte de ZooAve en el aniversario de su muerte. Les comparto unas fotos de ese evento abajo, donde fuí amablemente invitado.

AUDIOHomenajeKivu

Amigos: primero que todo, déjenme confesar que los extraño. Sé que eso no suena como palabras de león, pues tenemos fama de tipos rudos y solitarios, pero pasamos tantas lunas juntos en ese odioso lugar, en donde solo podíamos sospechar nuestras presencias por ruidos y aromas, sin jamás vernos o interactuar, que no puedo menos que extrañarlos. Yo tampoco soy insensible. Añoro el olor de la danta, los gritos de los monos, los chapoteos de los cocodrilos. Evoco la amena charla de las aves. Supongo que la desgracia une en una extraña fraternidad a los más distintos caracteres… A todos ustedes, amigos, les escribo porque presiento que está cercana mi hora: estoy cansado, me duelen los riñones y ya ni la más tierna carne abre el otrora abundante apetito. Antes de partir hacia las sabanas eternas, quería simplemente contarles que aún hay esperanza. Y es que, después de incontables días de rutina, de infinitas rondas en mi jaula de piedra bajo la perenne y morbosa mirada de “ellos”, tras tantas y tantas noches en vela rugiendo por la libertad, reconozco que en estas últimas semanas he conocido la felicidad.  Desperté en un nuevo hogar. Mis garras ahora conocen el abrazo de la hierba. Pude recostarme en la tierra, y no en aquel piso frío. Por fin pude intimar con los árboles que tanto celebraban las aves con sus gritos. Estiré un poco las piernas, pues tengo más espacio, al menos el suficiente para un león viejo y cansado. Y por encima de todo, pude ser yo mismo, sin que me espíen inmisericordemente. Amigos, estoy cansado, pero estoy listo para irme: cuando ya había abandonado toda esperanza, se cumplió mi sueño y por unos días, me sentí todo un león, dueño y señor de sabanas y selvas. Me gusta pensar que así se sentían mis abuelos, y que estarían orgullosos de mí sí me vieran…

Pero bueno, ya es suficiente la historia conmigo. Lo que realmente quería transmitirles era algo de esperanza. Mis instintos felinos me dicen que viene algo bueno para todos ustedes también. Nada es para siempre, y esas jaulas y esos barrotes que nos roban la libertad tampoco lo son. Y no lo digo porque los hierros estén viejos y oxidados, eso es lo de menos, sino porque noto un cambio más sutil, un cambio que se está gestando en “ellos”. Lo veo en sus miradas, lo siento en su trato. Cada vez son más los que nos miran con ojos de igualdad y de respeto. Estoy convencido de que sus espíritus están retornando a la manada. Una vez que haya partido, mi nombre resonará en la conciencia de todos “ellos”. Quizás algunos de ustedes, los 346 animales que habitan esa horrible prisión de la que escapé hace solo unas semanas, lleguen también a sentir un atisbo de lo que es la libertad antes de morir: lo deseo con todos los rugidos de mi corazón. Libertad, igualdad, fraternidad… a veces me pregunto si “ellos” conocen el verdadero significado de esas palabras.

Y bien… se supone que soy tipo duro, de pocas palabras. Dejémoslo hasta aquí, porque la verdad, odio las despedidas. He dicho lo que tenía que decir. A ustedes, amigos, les deseo paz y esperanza. A “ellos”, compasión y entendimiento. Y adiós. ¿Quién lo hubiera dicho? Aparentemente, después de todo, sigo siendo el Rey…

7 lecciones en proyectos públicos

El sector público ofrece en bandeja de plata un surtido menú ilustrando lo que no debe hacerse al administrar un proyecto. Más allá de corruptelas – ese es otro tema – repasemos algunas lecciones técnicas para Gerentes de Proyectos (PMs, por sus siglas en inglés). Se omiten adrede los fallos en Tiempo y Costo pues tienden a ser las áreas más políticas; y son a menudo consecuencias – y no causales – de:

  1. Mal manejo de los Interesados (“stakeholders”): pecado capital. La buena práctica indica que tras una exhaustiva identificación de todos ellos, se genera un plan detallado para su manejo y se gestionan sus expectativas. Sin embargo, es casi regla criolla el no identificar a las partes y su poder sino cuando es ya muy tarde. Basta mencionar la concesión de la ruta 1, en que se escuchó la voz de las comunidades ya todos sabemos cuándo.
  2. Actitud pasiva del PM: el PM es, ante todo, Gerente. Esto implica esgrimir una actitud proactiva desde el inicio. Ningún PM debería aceptar un proyecto si no se siente suficientemente empoderado y competente. Sí hay dudas o reservas, las comunica, y si debe aceptar, deja un descargo por escrito. Ejemplo: la trocha. El PM para esta iniciativa (¿lo hubo?) debió realizar un descargo por la falta de planos, lo cual contraviene hasta el sentido común.
  3. Ausencia de un “Acta de Constitución”: este escrito define al proyecto mismo, diríamos que le brinda identidad. Hace explícita la necesidad (“Caso de Negocio”), los objetivos, el alcance, e inclusive empodera al PM a través de la firma del Patrocinador (“Sponsor”): define las reglas del juego.
  4. Desatención de la Calidad: la calidad en un proyecto comprende tanto aspectos administrativos como de producto. Ambas se gestionan. Enfatizando la segunda, es vital que se establezcan los estándares a alcanzar – cada industria los tiene. Ejemplo: tipos de asfalto para carreteras.
  5. Manejo erróneo del Riesgo: “peccata” nada “minuta”. Sería interesante analizar el Plan de Riesgos para la 27: acuíferos cortados y sorpresivas fallas geológicas sugieren que no existe. La mejor práctica indica que los riesgos se identifican con antelación, se analizan, se planifican sus respuestas y se controlan.
  6. Adquisiciones (“Procurement”): Es chocante el notar como los proyectos estatales tienden a pasarle la factura por cualquier problema al comprador: un sinsentido. Pifias sobran, escoja su favorita. Contratos impecables ahorrarían millones.
  7. Comunicarse mal: primeramente, es más importante como se dicen las cosas, que lo que se dice. Citando a M. McLuhan: “El medio es el mensaje”: el canal de comunicación es crucial. Ejemplo: para transmitir máxima importancia mejor visítese la comunidad. Y ojo que un mensaje bueno a tiempo es mejor que uno perfecto y tarde; los vacíos en la comunicación se llenan siempre de rencores.

Una lección más, la “feria”: es vital la sincronización constante Patrocinador-PM. El PM es el director de orquesta, pero quien paga manda el baile. Comunicación constante y expectativas claras: sin sorpresas.

Sirvan estas líneas como lecciones aprendidas para no repetir errores del pasado, los cuales en proyectos públicos, literalmente los pagamos entre todos.

Si se trata del FUTURO, para mañana es TARDE

Artículo publicado por varios medios durante la campaña de divulgación de AULAFUTURA, idea con la que gané el concurso RevolucionCR en el área Educativa

Así es, para mañana es tarde: hay que prepararse hoy. Y esto es particularmente cierto en el caso de los niños y los jóvenes, pues son ellos los que se enfrentarán a un mundo totalmente nuevo en unos 15 o 20 años. Será una sociedad muy pero muy diferente a la actual. Supongo que no le estoy contando ninguna novedad. Sin embargo, nuestro pecado es que no estamos preparando a esos niños y jóvenes para lo que se nos viene encima, y me atrevo a asegurar, no les estamos ni siquiera alertando sobre el inminente “terremoto” asociado al acelerado ritmo de progreso tecnológico. Veamos:

El modelo educativo actual, entre muchos lunares que no viene al caso mencionar aquí, tiene el problema de que es inherentemente retroactivo. O sea, apunta hacia el pasado. La materia tiene  un sabor histórico: cosas que ya sucedieron, antiguos personajes, conocimientos probados. Lo irónico es que los jóvenes viven mirando hacia el futuro, pues les pertenece (aquello de amar “como el niño a su mañana”, dice la canción). Porque a los chiquillos lo que les gusta es lo “chiva”, lo “chuzo”, lo “cool”: robots, carros ultramodernos, juegos electrónicos, apps, etc. Sin embargo, para la inmensa mayoría de los jóvenes, esa tentación por el porvenir no pasa precisamente de un simple juego. Ellos no tienen aún visión de largo alcance (“line-of-sight”) ni un enfoque crítico sobre las implicaciones de las nuevas tendencias tecnológicas. Me pregunto cuántos niños costarricenses aspiran a ser choferes de taxi o de bus como sus padres, sin saber que estos oficios no van a existir de aquí a unos 20 años, porque los carros se van a manejar solos. Me pregunto también cuántos jóvenes aspiran a posiciones en telemercadeo o desean convertirse en agentes aduaneros o de seguros, oficios que tienen un 99% de posibilidades de ser automatizadas (no lo digo yo, lo dicen estudios de Oxford).  O cuales colegiales aspiran a jubilarse en RECOPE, como sus padres (autos eléctricos…). Y la lista de empleos en riesgo sigue. Un estudio asegura que el 47% de los trabajos actuales en Estados Unidos están en la picota por la creciente automatización. Aunque “tropicalizáramos” ese porcentaje a la mitad, o inclusive a una cuarta parte,  para así adaptarlo a nuestro tico-entorno, estaríamos más que fregados: si hoy por hoy el desempleo es del 10%, imagínese un mundo en donde no existen los cajeros, las secretarias, los traductores, los analistas de crédito, etc. etc. Entonces… chanfle, ¿qué hacer?

Le ofrezco un primer paso hacia una solución. Diríamos, una primera etapa para adaptarnos a tiempo: se trata de concientizar a la juventud sobre el tema. Nuestros niños merecen saber cómo será el mundo que van a enfrentar. Es nuestro deber prepararlos, motivarlos y guiarlos para el éxito. No podemos permitirnos el condenarles al fracaso: por definición, nos estaríamos condenando con ellos.  Lo invito entonces a dar un primer paso apoyando con su voto la idea de este servidor: AulaFutura, idea finalista categoría Educación en la plataforma #RevolucionCR. En esa página, puede leer los detalles de esta propuesta. En pocas palabras, la idea no aspira a ofrecerles una receta de cocina a los jóvenes sobre cómo vivir sus vidas, pero sí de inspirar, de prevenir y de orientar en torno al inminente cambio. La solución de un problema empieza siempre por identificarlo: en este caso, la inocencia es sinónimo de peligro. Busque el botón “Votar” debajo de la biografía en la mencionada página. El proceso de votación es gratuito y no se tarda dos minutos. Los niños y los jóvenes son el futuro de la patria – ¿sabía usted que los bebés de hoy probablemente vivan hasta el 2100?  Actuemos a tiempo, con su apoyo, podemos darle “vuelta a la tortilla” y surfear como país la ola del futuro, evitando de paso un revolcón fatal: juntos, haremos que el próximo Steve Jobs sea tico.

Ocurrencias cuánticas

Entre sonrisas plásticas y un discurso cuasi-técnico, un comercial nos vende lentes de sol con una novísima tecnología que permite una  “visión en HD”: alta definición para el mundo real, algo así como las “teles” nuevas. No sé si querría ver con más definición algo como el escenario político nacional – a veces dan ganas de sacarse los ojos– pero bueno, así es el marketing.

Y es que de un tiempo para acá, en esta nuestra sociedad cada día más de modas y apariencias, y muchas veces en coloquio con intereses francamente comerciales, se ha puesto en boga el meterle un sabor a ciencias avanzadas (especialmente a física) a cualquier ocurrencia: cuestión de empaque. Veamos el caso “cuántico”. Para empezar, hagamos un ejercicio de humildad. Lo cierto es que Ud. y yo, amable lector, en conjunto con el 99.9999% de la humanidad, de física teórica en general y cuántica en particular no entendemos ni jota. Quiero decir, habrá alguno que tenga nociones, y hasta quien pueda manejar uno que otro concepto, pero esta es materia (¿oscilación?) de unos muy pocos expertos. La física avanzada es practicada con conocimiento de causa por una élite, pues demanda una mezcla de tremenda capacidad intelectual, dedicación y especialización: no es cualquier hijo de vecino el que viene a demostrar teoremas en esta área, donde confluyen matemáticas complejas junto con una abstracción que raya en lo filosófico. Pero esto no desanima a algunos académicos de esos a los que les pesan más los títulos que el nombre, y por supuesto, a los comerciantes, que han encontrado una cuantiosa veta por explotar. Cuántico: esta palabra, con su aire etéreo y misterioso, brinda a cualquier cosa un aire muy especial. Es así como tenemos “socialismos cuánticos”, “democracia cuántica”, “liderazgos cuánticos”, “coaching cuántico”, “management cuántico”, “medicina cuántica”, “economía cuántica”, “cocina cuántica”, etc. El lector ya lo habrá adivinado; la receta es sencilla: tómese un concepto X (los de las ciencias sociales y administrativas son especialmente proclives a cuantificarse) y arrímele la etiqueta “cuántico”, y voilá, tenemos un ganador: la esdrújula palabreja hace su magia. Para el caso, creo que podríamos postular un “chifrijo cuántico-plasmático de impulso variable” en honor al Dr. Chang, y funciona (sobre todo si se abusa con el producto). Más allá del chiste, hay que tener cuidado: que no nos metan cuanto, digo, gato por liebre. Juan Ignacio Cirac, reconocido científico español y especialista  – este sí, de verdad – en física cuántica, en un breve y aleccionador video disponible en internet, nos dice como lo cuántico, con su alucinante fenomenología, no debe usarse para explicarlo todo, y mucho menos para venderlo todo: sean productos o ideas.

La lección es generalizable: los conceptos científicos tienen su campo de aplicación muy específico. ¿Qué se pueden hacer analogías? De acuerdo, pero no por bautizar cualquier idea (ocurrencia) con títulos técnicos o estrafalarios se hace válida o “mejor”. Hay que ir con pies de plomo: no todo lo que vibra es cuántico, ni todo lo que brilla es oro. Y hasta aquí, que este cuantioso cuento de cuantos no da para tanto.

Sabia virtud, de conocer el tiempo…

No puedo precisar la primera vez que escuché ese verso: la canción aparece en mi memoria como algo inmarcesible, eterno. Y es que el Tiempo (así, con “T” mayúscula) no es poca cosa. De hecho, dicen que es el mayor – y el más omnipresente – de los enigmas. Para empezar, su definición escapa a nuestro entendimiento. Cualquier hijo de vecino, al preguntársele qué es el “Tiempo”, nos mirará con ojos suspicaces y nos mostrará el reloj en su muñeca o nos hablará de “años”, “días” o “minutos”. Sin embargo, el Tiempo no es su medida. Interpelan entonces los físicos, acariciando ideas e hipótesis, y nos hablan de entropía y de espacio-tiempo y otras muchas “malas palabras”, pero en realidad nadie está seguro de qué es o cómo se comporta. No pretendamos resolver entonces el mayor de los misterios en una cuartilla; enfoquémonos de momento en como navegamos últimamente por el tiempo los seres humanos… y en sus efectos.

Otrora, el correr del tiempo era más tranquilo, más pausado, más natural. Porque la consigna de hoy es la velocidad. Vivimos en una sociedad que exalta los km/h, las RPM, los Mbps, los Hz y los milisegundos. Pareciera como si se apretujaran los sucesos, las tareas, los desplazamientos y hasta las ideas en menos y menos (unidades de) tiempo. Caminamos más rápido (y viendo el celular), nos consume el “multitasking”, y nuestros relojes de pulsera miden ya centésimas y milésimas de segundo. Creamos una red – la internet – donde el tiempo y el espacio se comprimen, pero ante nuestro limitada capacidad de ingesta de información, nos ahogamos: un estudio reciente indica que el tiempo promedio que una persona dedica a una página web – independientemente del tipo o cantidad de contenidos – son míseros 10 segundos. Simplemente no tenemos tiempo que dedicarle a nada ante un infinito torrente de información que fluye día y noche: somos la encarnación perfecta de las predicciones de Toffler y por ratos le hacemos la corte a Huxley y a Orwell. Porque este vértigo tiene un precio: conozco gente que confiesa sentir “como si la semana se hubiera comprimido en sólo dos días”, en donde los días laborales se apretujan en un solo lapso de conciencia, para luego medio descomprimir durante un fugaz fin de semana. Nos asola una nueva pandemia mundial que los filósofos modernos han denominado “presentismo”, la cual nos impele a saber siempre qué es lo último, lo más novedoso, lo “trending”, porque lo que importa no es siquiera el “hoy”, sino el “ya”. Es una obsesión que nos empuja a saberlo todo y a estar en todas partes al mismo tiempo, derivando en comportamientos compulsivos ya bien caracterizados. Las estadísticas muestran que revisamos el correo electrónico hasta 30 veces por hora. Los jóvenes envían o reciben un mensaje de texto cada 6 minutos. Los adultos revisamos el teléfono cada 7 minutos. Pareciera como si hubiera una relación inversa entre lo smart del phone y lo fool del user. Como apunta Nicholas Carr, el corolario final de esta triste realidad es que estamos encomendando, o más bien, abandonando la más crucial de las decisiones, como lo es la definición de nuestro foco de atención (y con ello, nuestro tiempo, nuestro albedrío y, últimamente, lo que somos) a sofisticados algoritmos informáticos destinados a secuestrar nuestro interés, a literalmente drogarnos con chismes,  videos y noticias. Una cruel ironía pareciera condenarnos a un nuevo salto evolutivo: de homo sapiens a homo zappiens (término acuñado por Veen, en alusión al vocablo zapping, que indica el acto de saltar de canal en canal de TV sin mirar realmente ninguno). En fin, FB o no FB, he ahí el nuevo dilema.

Sin embargo, hay esperanza. Pensadores como el citado Carr, así como J. Lanier y D. Rushkoff, entre otros, han encendido las luces de alerta. Byung-Chul Han nos ha caracterizado como una “sociedad del cansancio”, donde la actividad es un propósito en sí misma. Paralelamente, múltiples iniciativas internacionales, entre ellos el “Slow Movement” proclaman una revolución en contra del ubicuo mantra que dice que “más rápido es mejor”, con corrientes que abarcan desde la jardinería, pasando por el acto de comer, hasta la ciencia, la fotografía y la lectura: todo “a lo slow”. Se popularizan disciplinas como el yoga y la meditación. Otros revalorizan el acto de aburrirse. A mi parecer, un elemento trascendental en esta tendencia es el cuestionarnos cómo estamos midiendo el tiempo. Y es que el subordinarnos a unidades diminutas (segundos, centésimas y otras) coarta nuestra libertad: son inaprensibles parpadeos de la existencia que no dan chance a nada. Es por ello que han surgido nuevos relojes analógicos que utilizan una sola aguja sobre una carátula de 24 horas, ralentizando la percepción del correr del tiempo. Danny Hillis, mezcla de informático con científico loco, dirige el proyecto de construir un reloj que haga “tic” una vez al año y que funcione por al menos 10.000 años, para así darnos perspectiva, al conectarnos mejor con el tiempo a escala geológica y con las siguientes generaciones. El citado Toffler lo había expresado de otra manera: el ser humano puede ser caracterizado como el conjunto de 800 generaciones que cubren los últimos 50.000 años, una cada 62 años. De esas 800 generaciones, 650 las pasamos en cuevas. Solo durante las últimas 70 generaciones ha habido palabra escrita. Solo durante las últimas 4 hemos aprendido a medir con exactitud (¿a pervertir?) el tiempo. Solo las últimas 2 han utilizado el motor eléctrico. Y es la última – la nuestra – la que chapotea entre pantallas, virtualidad y “memes”. Ver así nuestra existencia – como individuos y como especie – cambia la perspectiva, y con ella, nuestras metas, nuestras preocupaciones y, últimamente, nuestro destino.

Puede que haya algo de verdad en eso de que “cada segundo cuenta”, pero la vida se compone no de segundos, sino de momentos. Reclamemos entonces el tiempo para vivir el momento. El ser demanda introspección y autoconciencia, y estas a su vez demandan tiempo. Exigen tiempo la familia, las amistades, las vivencias y todo lo que vale la pena en este mundo.  Sigamos el consejo del incontenible Muñiz, cuando canta eso de “dar tiempo al tiempo, que de amor y dolor, alivia el tiempo”.

 

Y me monté en la bici

Hace un par de semanas me decidí. Como todos, estaba cansado – harto –  al durar en ocasiones una hora en un corto trayecto de escasos 4 kilómetros. Le venía dando vueltas al asunto desde hacía meses, pero un conjunto de razones (todas ellas más o menos sensatas) sumado a un montón de excusas (todas absolutamente inválidas) me hacían esclavo de mi carro. Al final, ganó la lógica, y me decidí por transportarme en bicicleta. Permítanme contarles como han estado las cosas a continuación.

En realidad, la idea de transportarme por otro medio me venía persiguiendo desde hacía meses. Estuve tentado por comprar una motocicleta, pero las estadísticas de accidentes en carretera de estos vehículos me hicieron desistir. También pensé en transporte público, pero la ausencia de un horario confiable, el estado de los buses y la lejanía de las paradas también lo descartaron. Así que, como todos, me resigné a hacer filas eternas; defensa contra defensa, “echando el carro” para abrirse paso entre nuestras colapsadas vías. ¿Bicicleta? No hay duchas en la oficina, hay una cuesta de camino, hay mucho tránsito y demasiados furgones, puede llover, no hay ciclovías, etc. Hasta que una tarde, soleada y ventosa, mientras soñaba despierto para no volverme de piedra en medio de la congestión vehicular, un ciclista pasó a mi derecha, silbando mientras rodaba cuesta abajo. Fue toda una epifanía: yo quería hacer lo que él. Compré entonces una bicicleta – nada sofisticado – y comencé a entrenar en el barrio. Le debo una excusa a mis vecinos por los jadeos de ahogado que tuvieron que soportar por algunas semanas mientras me ponía en forma: tenía literalmente años sin pedalear. Finalmente, hará un par de semanas, me sentí con la suficiente confianza para hacer el viaje al trabajo en bicicleta. Entonces descubrí algunas cosas interesantes.

En primer lugar, ahora soy consciente de lo prejuicioso y necio que he sido como conductor, pues he caído en la trampa de considerar al ciclista como “un animal inferior” en el ecosistema vial: una presa, un “pobre que no tiene carro”. Me atrevo a decir que esta nefasta idea priva en la mayoría de los conductores, nacida de una combinación de materialismo, ego y matonería (la “ley del más fuerte” que manda en nuestras calles). Es inevitable comparar este triste estado de cosas en nuestro medio con sociedades avanzadas como la holandesa, en donde la bicicleta es el medio favorito de transporte y estas tienen prioridad de paso inclusive sobre los peatones. Tenemos el orden de prioridades invertido, hay tanto que aprender; comenzando por entender que cada ciclista ahorra tiempo, combustible y recursos a toda la flota vehicular, por no decir al país. Solo por eso deberíamos darle paso.

En segundo lugar, ahora sé que la mayor parte de mis “peros” eran simple y llanamente excusas: hay que encontrarle “la comba al palo”. Por ejemplo, en los tramos donde es muy alto el peligro para circular, pues me bajo y camino con la bici por la acera. Y sí, la geografía de nuestro pequeño país ciertamente no ayuda – esto no es Holanda  – más si uno habita a una distancia lógica de su trabajo (5 a 8 kilómetros, supongo), no debería de encontrarse más que una o dos cuestas realmente empinadas. En cuanto a la lluvia, pues si está lloviendo, ni modo, utilizo a mi pesar el carro, como una excepción. Todo caso, nadie se ha derretido por un aguacero.

Finalmente, creo que el mayor descubrimiento es el disfrute que me brinda moverme en bicicleta. Me siento complacido por no contaminar, por quitar un carro de nuestras saturadísimas calles, por ahorrar tiempo y dinero, hacer ejercicio y pasar silbando al lado de la presa. Lo invito a Ud. también a montarse en la bici.

La vida es un post… y los posts, sueño son / Life´s a post… and posts, dreams they are.

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La persona NO humana: bienestar animal.

La popularidad del artículo “La carta de despedida del león Kivú” es prueba de la vigencia del bienestar animal: nuestra sociedad está alcanzando grados de madurez que nos hacen más perceptivos y piadosos. Y aunque tal vez nunca podamos saber a cabalidad qué se siente “ser un león” o “ser un perro” – en filosofía, ese es el clásico “problema de las otras mentes” – a estas alturas del partido sí que tenemos algunas claves que prueban que maltratar a un animal-no-humano no es (¿del todo?) diferente a maltratar a un animal-humano.

Primero que todo, procuremos ser objetivos y revisemos que dice la Ciencia, con “c” mayúscula. Durante la “Francis Crick Memorial Conference”, celebrada el 7 de julio de 2012 en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, neurocientíficos de renombradas instituciones como CALTECH, el MIT o el Instituto Max Planck firmaron, en presencia del mismísimo Stephen Hawking, un manifiesto que cierra así (hagan un esfuerzo los amables lectores porque los científicos hablan muy pero muy distinto del “Cañero”): “De la ausencia de neocórtex no parece concluirse que un organismo no experimente estados afectivos. Las evidencias convergentes indican que los animales no humanos tienen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos, y neurofisiológicos de los estados de la conciencia junto con la capacidad de exhibir conductas intencionales. Consecuentemente, el grueso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la conciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y pájaros, y otras muchas criaturas, incluyendo a los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos”. Intentaré servir de traductor: los animales-no-humanos tienen también capacidades afectivas y consciencia, pues en este respecto sus cerebros y los nuestros son similares. Uno de los principales expositores de la charla, Phillip Low, va un paso más allá: “Decidimos llegar a un consenso y hacer una declaración para el público que no es científico. Es obvio para todos en este salón que los animales tienen conciencia, pero no es obvio para el resto del mundo. No es obvio para el resto del mundo occidental. No es algo obvio para la sociedad.”

Por tanto, los animales están conscientes y tienen la misma capacidad fisiológica para la afectividad: esto es un hecho científico y no está en discusión (subrayo que estamos hablando de sentimiento y consciencia y no de capacidades lógico-deductivas u otro aspecto cognitivo).  El lector podría aún objetar que poseer una capacidad no es lo mismo que su uso. Respondamos: ¿para qué tienen entonces los animales esa facultad? Quiero decir, tras millones de años de evolución, ¿sus cerebros exhiben gratuita e inútilmente todos esos “circuitos”, solo para confundir a los científicos del siglo XXI? Adicionalmente – intentemos un reductio-ad-absurdum – siguiendo esa línea de razonamiento, lo que se estaría argumentando es equivalente a decir que, aunque su vecino el saprissista tiene en la cabeza los mismos circuitos que usted, el lector no puede estar seguro que el “morado” en cuestión efectivamente siente y está consciente. Mi amigo, esta línea de pensamiento nos conduce de vuelta al mencionado “problema de las otras mentes” y últimamente al amargo solipsismo. Todo caso, creo que la mejor respuesta a la objeción arriba planteada son los hechos: la conducta y el comportamiento animal son la prueba más evidente del ejercicio activo de las capacidades emocionales. Los solitarios rugidos de un león enjaulado, los aullidos de dolor de un perro maltratado, los abrazos y muestras de cariño de primates, aves, elefantes y delfines son la prueba final de que esa capacidad se ejerce vivamente cada día. Al final, estos comportamientos no son tan diferentes de los alaridos del vecino cuando anota “El Monstruo”. Sí, paciente lector: los animales sienten y tienen consciencia (y mejor gusto deportivo que el vecino, si se me permite agregar…).

Retornando al tema de fondo, en lo que los seres humanos sí aventajamos a los animales es en el Poder: poder para oprimirlos, poder para explotarlos y poder para maltratarlos. Pero Poder no es sinónimo de Derecho: si así fuera, estaría bien tener esclavos como sirvientes o explotar a niños y ancianos. Y hablando de Derecho y volviendo al ámbito nacional, en mi opinión, la ley 7451 es un primer paso nada más. Importantísimo, pero sólo un inicio. Esta ley enfoca al bienestar animal desde un punto de vista de apoyo y desarrollo de los valores humanos (ver artículo 1) y no desde el valor intrínseco de la sensibilidad animal, que, como está científicamente demostrado, no difiere de la nuestra. En fin, política es política, y es casi un milagro que una ley así haya pasado en nuestra Asamblea Legislativa: se le agradece al Señor Presidente y a todas las personas que lucharon por años para hacerla realidad.

Espero que algún día, más allá de leyes y abogados, podamos respetar a las otras formas de vida que nos acompañan durante el corto y mágico viaje que es la vida. En mi caso, no ocupo ninguna legislación: me lo recuerda cada día la mirada de mi perro; y me lo susurró en su momento la mirada de Kivú. Eso, amigos, eso sí que es sentir

“Cel o no cel, he ahí la pregunta…”

Pregunta: ¿no le causa a Usted verdadera intriga, por decir lo menos, el comprender el nivel de atención que recibe el lanzamiento de un nuevo modelo de teléfono cada cierto número de meses? Este fenómeno da para ponerse a pensar. Empecemos recalcando lo ya dicho: no es algo de por sí novedoso, pues se trata de actualizaciones de un producto ya existente. Si nos estuvieran presentando la fusión nuclear en frío pues valga el alboroto, pero tan alta expectativa y atención por lo que es ya hasta predecible es de por sí extraño.

En segundo término, se trata de… un teléfono. O sea, es  – con el permiso del Sr. Montero – un “chunche”. Casi como decir un electrodoméstico. Pero con todo y todo, cada seis o doce meses, todos los noticieros, los blogs y periódicos de este planeta entran en franca erupción, brindándole al asunto un seguimiento propio de una invasión extraterrestre. “Simple mercadeo”, me responde Ud. De acuerdo, hay mucho de eso, pero el poderoso eco en las redes sociales, espejo de la sociedad moderna, pareciera indicar que hay algo más. En mi mente, sustituyo al teléfono de marras por una olla arrocera. Le asigno nuevas cualidades imaginarias a la olla v6.0: le cocina en solo 5 minutos, le cuenta las calorías, lo regaña por echarle tanta sal al arroz con pollo, y sin embargo no funciona la simulación mental. Hay algo más cuando el asunto involucra a los teléfonos (y tal parece que ahora a los relojes de pulsera). En el próximo párrafo, mi hipótesis…

Y mi hipótesis aquí está: supongo que todo es un espejismo, pues estos “chunches” portátiles nos acompañan a todas partes – aparentan ser parte de nosotros mismos – y nos otorgan “superpoderes”. Ahora tenemos capacidad de ubicación universal, acceso a las redes mundiales de información, nos ayudan con el tráfico, nos permiten vengarnos de cerdos secuestradores intergalácticos, etc. Pero el “chunche” no soy yo. El aparatito se hace cada vez más “smart” mientras yo me hago cada vez más “dumb” – ya ni me acuerdo de los números de teléfono de mi familia. Y sin embargo el sistema (cambie Ud. esa palabra por “sociedad” ó “mercadeo” u otra, da igual) me hacen creer que soy efectivamente más capaz, que soy mejor. Entonces, la celebración de la llegada del nuevo modelo no es otra cosa que un tributo a mi propio ego, pues viene mi propia “actualización”, la cual me costará algo de dinero – pero ciertamente nada parecido a estudio y esfuerzo intelectual. Algo así como adquirir cuerpo de modelo sin ir al gimnasio. Por tanto, esas filas de babosos que acampan frente a la tienda para ser el primero en comprar el consabido telefonito, esas noticias y análisis que nos cuentan que hace el botoncito y la perillita y la camarita, y ante todo el asombroso eco en las redes sociales (hay que compartir la noticia: ¡ya salió la nueva olla arrocera!) son el grito de una sociedad, de unas personas, de Ud. y yo que, igual que hace cien años, necesitamos y queremos evolucionar y mejorar; pero que estamos cayendo en la trampa de querer hacerlo a través de más procesador, más megapíxeles y más memoria flash. Mis amigos, sobra decir que por ahí no es camino, mejor pongámonos a leer, a trabajar y a estudiar. Pensemos. Y les dejo porque está sonando mi celular…