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Recordando a mi Abuela (mi segunda mamá)


Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi abuela– para mi ella era “Mamá Elida” y punto – es la desagradable extrañeza que me causaba el escuchar cuando sus otros nietos le decían precisamente “abuela”. Presumo que algo parecido le sucede a mis hermanos, honestamente nunca les he preguntado. Mi mente de niño, poco dispuesta a acomodarse a otras perspectivas, rechazaba con mal disimulado disgusto el que apelaran a mamá de cualquier otra manera. Aun hoy, tantos años después y ya a meses de su partida definitiva puedo sentir ese mal sabor de boca cuando alguien más en la familia le dice “Liro”, “Abuela”, “Doña”, “Señora” y tantos otros epítetos aplicados a ella. En mi mente, como una instantánea eterna, ella es simplemente “mamá”. Una segunda madre, un privilegio que muy pocos han tenido, una cómplice incondicional y valiente.


Recuerdo también de esa primera etapa cuando me amparaba por las noches, acurrucándome cuando me acechaban mis múltiples miedos de infante. Extraño esas deliciosas tortillas palmeadas por sus cariñosas manos, cocinadas en un comal de hierro negro casi tan añoso como ella misma. Evoco sus malteadas, preparadas con un molinillo en donde magistralmente agitaba la leche con un poco de esencia de vainilla y azúcar. Puedo aún degustar sus tamales, sus pasteles de pollo, su famoso pie de piña. Arroz con leche, cajetas, mieles. Porque como tantas otras abuelas (bueno, mamás en mi caso), ella proyectaba su amor a través de su comida. Para ella cocinar y ver a los suyos disfrutar su comida era un verdadero gozo. Sus ojos se llenaban de satisfacción al servir la mesa y su discreta sonrisa iluminaba la habitación cuando los convidados comían hasta el atracón. “Pero mi´jito coma, sírvase que hay más”, seguía insistiendo una y otra vez.


Me persiguen sus frases e historias. Ella era una ventana a una época que ya no volverá, a un mundo sin redes ni urgencias y a una Costa Rica rural, campesina y bucólica. Ella, sinónimo de sabiduría popular y experiencia. Mamá Elida era poseedora de un humor negro y directo. Socarrona y mordaz a la vez que tierna y consentidora, no me cansaba de escucharle. Frases como “patas de yuré”, “más sencillo que un calzoncillo de manta”, “tonto hermoso”, “malaya el Patas”, “como un buey muco”, “malaya el Cuica”, “le pasó el diablillo el rabo por los ojos”. Decía: “con rango” (con ganas, póngale empeño), también “o es gallo o es gallina”, “Ave María Purísima dijo el Ángel cuando le pusieron calzoncillo”, “o es que está culeca o es que no ha punido”, “hmmm, vení vos”… inolvidables expresiones que repican en mis oídos con el timbre de su burlona voz. Me sonrío todavía recordando las historias de su natal San Ramón: el mítico “Joaquín Loco” y su pobre madre, incapaz de llenar jamás al voraz muchacho. También la “tatarra” de aquel otro músico frustrado del cual ahora se me escapa el nombre; los complejos de “Chureca”, siempre peleando por todo y por nada; la increíble historia de “Moncho de Hule”, absurdo superviviente sin un rasguño de una caída desde lo alto del templo. Rememoro sus anécdotas sobre la Guerra del 48, cuando los “muchachos” tenían que salir huyendo del enemigo. Retengo sus historias sobre el denodado trabajo cogiendo café y empeñada en la industria de los puros. Luego, el relato sobre como improvisó una pensión para estudiantes universitarios, trabajo en donde ejerció una positiva influencia sobre decenas de jóvenes. Destaca en mi memoria la impresión que me causó cuando contaba como llegó en un par de ocasiones “el tigre” hasta la casita de la finca y los hombres tuvieron que salir a espantarlo. Embelesado, me transportaba la pobreza y sencillez del vivir en aquellos lejanos tiempos. Atesoro sus narraciones sobre la ausencia de hierro y metales allá por la década de 1940… pues le contaban que había muy, muy lejos una gran Guerra que no dejaba metal disponible ni para fabricar un perol. Recuerdo sus frases de aliento cuando los estudios o mis condiciones de salud me desanimaban. De nuevo, directa, motivando sin muchas contemplaciones: “yeso mi´jito, sí puede, sí puede – ¿qué es eso? ¿Usted? A ver, déjese de chocheras, con rango, no afloje”. Toda una “coach” o un “mentor”, dirían en la jerga de negocios actual.

Era un personaje contradictorio. A un tiempo golosa y austera, cariñosa pero punzante, religiosa más inquisitiva. Se transportaba con Gardel, con Pirela y con Los Panchos. Degustaba la flor de itabo, los caldos y los panes. Le encantaban las novelas – novelas históricas, detestaba los culebrones y todo lo que oliera a cursi, a mojigatería o a afectación.


Los ojos de Mamá Elida merecen un párrafo aparte. Para realmente apreciarlos era necesario que se quitara los anteojos, cosa que nunca hacía, como tampoco gustaba de salir en fotografías y mucho menos de sonreír en ellas. Recuerdo como de niño mis hermanos y yo se los quitábamos para jugar con la profunda distorsión causada en nuestras miradas: “¡en el piso hay hoyos, ohhh!” y caminábamos así hasta marearnos… o hasta que ella nos diera a un tiempo alcance y una buena regañada por la travesura. Eran, son y serán ojos indescifrables, enigmáticos, remotos. Supongo que podría decirse que eran de color gris, pero no sería esa descripción fiel: no hace justicia para nada a aquella forma de mirar. Tenían sus ojos matices azulados y verduzcos y proyectaban una extrañísima mezcla de serenidad y tristeza. No sé cómo explicarlo. Su mirada era así: un misterio, un hecho por sí mismo casi ajeno al gesto del rostro, un óleo incólume ante eventos y circunstancias. Ojos como incienso, como hortensias, como jades; mirada estoica forjada a través de casi una centuria de dolores, tragedias, partos, logros e incontables cambios ante los cuales supo siempre adaptarse y salir avante. Resiliencia serena, experiencia suprema, profundas aguas pasadas bajo antiguos y mohosos puentes.


Bueno, mamá. Me ha costado meses el juntar valor y atreverme a escribir estas muy mal logradas líneas. Me ha dolido el hacerlo, pero es algo que siento que, llanamente, te debía. Gracias por tu ejemplo de entrega, el ejemplo de una vida vivida únicamente por y para los demás: para tus hijos, tus nietos, tus bisnietos y hasta tus tataranietos, algunos de los cuales llegaste a conocer. Quedan los recuerdos que me persiguen, así como me persigue tu mirada a través de esos tus hermosos bifocales de los cuales tengo el regio honor de conservar.
Te quiero, mamá.
Fer

Parábola del jardín y el jardinero

Había una vez un jardín. Pequeño, mimoso y presto al capricho, no se dejaba encajonar por preconcepciones o prejuicios de nadie. Su naturaleza intrínseca era fluida y cambiante, ajena a los fútiles esfuerzos de los que trataban de convertirlo en una especie de escultura viviente. El pequeño jardín respiraba, crecía, mutaba. En una palabra, aquel diminuto bosque vivía y no se le daba muy bien el que lo quisieran convertir en una estéril postal.

Había una vez tambien un jardinero. Como tantos, tenía una visión, una idea, una aspiración en su cabeza. O al menos buscaba una visión – lo cual de por sí, poca cosa no es – persiguiéndola con ese etéreo afán con que se sueñan los sueños. Tenía el jardinero una imagen de un jardín de estética absoluta. Un jardín que transmitiese paz, calma y serena luz. Un jardín, diríamos, perfecto.

Y el jardinero se esmeró en plasmar en aquel jardín su sueño. En ocasiones aquello se traducía en un esfuerzo calmo, como cuando había que desyerbar, o cuando se dedicaba acomodar las rocas y pedruscos que minuciosamente recogía para el jardín durante sus caminatas. El trabajo llegaba a un extremo casi espiritual cuando regaba las plantas y hasta al acomodar para una mayor estética las hojas de la agraciada vegetación. En otras ocasiones, le corría el sudor por el rostro al mover pesadas rocas, cortar ramas enfermas y controlar plagas e invasores.

Más aconteció que el jardín resultó ser temperamental. Las plantas crecían con desusado vigor, las rocas reptaban la pendiente cual absurdos quelonios. Hasta los ejércitos de hormigas no se daban por vencidos, regresando por sustento con la calmosa inflexibiidad de las lunas y las estaciones.

Al jardinero le parecía todo aquello un verdadero despropósito. ¿Como era posible, se decía, que este jardín sea tan malagradecido? ¿Cómo pueden obstinarse tanto con mis flores estas hormigas? ¿Cuando voy a terminar esta mi obra maestra? El jardín, inmutable, permaneció en silencio mientras el jardinero continuaba en su soliloquio bajo un sol inmisericorde que dibujaba gotas de sudor en su frente.

Pasó el tiempo, y con este, pasaron también muchas otras cosas. El jardín, a pesar de los pesares, pareció mostrarse un poquito más anuente a colaborar con el jardinero. Bueno, no tanto porque su voluble y salvaje naturaleza hubiese cambiado, sino porque los esfuerzos del jardinero le habían entregado un cauce en donde – al menos por un ratito – liberar de manera más controlada el fogoso fluir de aquellos vergeles. Pero el cambio mayor se dió en alguien más. Porque el jardinero comenzó a ver el jardín con otros ojos. Conforme pasaron las semanas, los meses y los años, se dió cuenta de su secreto agrado por aquella veleidosa naturaleza. El jardín cambiaba, mutaba, lo sorprendía de mil maneras… y eso estaba bien. Su obra maestra no era una, sino muchas, tantas como días tenía el año, cambiando y danzando con las lluvias, los vientos y los soles. “Por mí, que así sea, puesto que así es”, dijo con sonriente aceptación el renovado cuidador. “No es solo el jardín. Es la jardínería”, decía. Y así, las abejas zumbaban, las hormigas marchaban, colibríes y mariposas revoloteaban. Hasta un sapito hizo del diminuto bosque su hogar. Todos ellos siempre habían estado ahí, pero hasta ahora los veía el cambiado hortelano. Hasta ahora les sentía. Ahora eran importantes para él.

Porque… a veces el jardín del cuento está “aquí atrás”… adivinen Ustedes quién… quién lo cuidará.

Un abrazo,

Fernando

Soundtracks de nuestras vidas…

“Sin música la vida sería un error”. Friedrich Nietzsche.

Tenía que escribir estas líneas: la idea me tiene cautivado desde hace unas semanas y no me deja en paz. Me parece simplemente encantadora, con esa sutil delicadeza de las metáforas directas y sencillas. Supongo además que la idea no es nueva, pero al menos puedo decir que es nueva para mí. Tanto es así que no me da la gana el buscarla en Google pues ciertamente aparecerá algo por ahí y acabará mutilando y contaminando mi propia inspiración. Así que comparto aquí la vivencia propia… y nada más. Pero acabo de caer en cuenta de que no les he dicho cual es el punto en cuestión, así que sin más rodeos: ¿alguna vez han comparado sus propias vidas con una película, y llevando la metáfora al siguiente nivel, han pensado como la música que escuchamos es el “soundtrack” de nuestras existencias? Esto es especialmente válido para aquellas composiciones que deliberadamente escogemos y que marcan etapas de nuestros filmes, cintas donde somos a un tiempo guionistas, directores y protagonistas.

Pienso entonces en mi primera niñez, cuando las obras que me acompañaron eran las clásicas rondas y canciones infantiles. Me transporto a mi infancia, cuando mi madre sacudiera mis mañanas de domingo con Raphael y Serrat a todo volumen y mi padre resonara su música clásica (Aranjuez, Mozart, Beethoven). Recuerdo los viejos cassettes de mi viejo- cientos de ellos -. Mi padre pasaba horas arreglándolos, enrollando cintas con bolígrafos, acomodándolos, limpiándolos. Puedo ver mis manos de niño jugando con ellos mientras él me explicaba como es que había música ahí escondida o mejor aún, como se “atrapa” la música literalmente planchándola en el vinilo caliente de un LP. Pienso en mi temprana adolescencia, cuando no tenía idea clara de qué era lo que me gustaba escuchar (en realidad, no tenía una idea clara de nada de nada) y entonces lo que oían otros  – primos, tíos, amigos – me envolvía en un torbellino sin que supiera yo qué hacer. Y recuerdo con absoluta claridad el momento en que, a través del lado B de un cassette escuché por primera vez a un grupo de rock argentino llamado Soda Stereo. Era la fiesta de mi hermano y el cassette en cuestión su regalo de cumpleaños. Tendría yo unos 12 años, y fue la primera vez en mi vida en que me identifiqué con un artista. A partir de ese primer romance musical comenzó un viaje que no se ha detenido, porque siguió una juventud con rebeldías empapadas de rock en español, metal pesado y otros ritmos. Luego vino una primera madurez donde volvi a aceptar la música de mis padres y hasta el pop, hasta llegar a una etapa donde el jazz (Miles Davis, Dave Brubeck), el flamenco (Vicente Amigo, Paco), el bossa y algunas obras clásicas (Vivaldi) me hacen volar, sin avergonzarme para nada de poder disfrutar de una salsa de Luis Enrique, de cantar a pecho abierto una vieja tonada (música “plancha”, dicen en mi tierra) y hasta de bailar en una fiesta un “merengazo”. Seguramente su banda sonora personal, amigo/amiga lector, resuena fuerte en su alma con solo poner a girar el disco de los recuerdos. Porque hay canciones para momentos y momentos para canciones: bodas, bailes, fiestas, cafés, estadios… También hay recuerdos de vinos, perros, trenes, flores, parques, libros. Y visiones de conciertos, celajes, bicicletas, paseos, besos y pasiones: instantes. Todos llevamos en el corazón escenas mágicas donde una perfecta música de fondo nos acompañó y envolvió.

Les comparto todo esto porque he llegado a la conclusión de que la variedad musical es simplemente lo lógico y sensato, un reflejo de la variedad de etapas que atravesamos en nuestros viajes. La variedad de gustos musicales a lo largo de la vida es un eco de la evolución de nuestras almas y de la riqueza de escenas del filme. Tanto es así que, a estas alturas y cuando parecía solamente un sueño inalcanzable, me encuentro una vez más cantando rondas infantiles… a buen entendedor, pocas palabras. A fe mía que la vida puede ser hermosa, ya sea cantada por Ceratti, en la guitarra de Amigo, resonando en la voz de Elvis o saltando en las escalas de Bach; sin olvidar por supuesto a “Los Pollitos”. Sí, “Los Pollitos” con palmas y todo, acompañando ahora la más hermosa de las etapas de mi intimo largometraje.

Un abrazo,

Fernando

“¿La música no es eso?, compartirla con los demás.”  A. Levine– Dave

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