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Parábola del jardín y el jardinero

Había una vez un jardín. Pequeño, mimoso y presto al capricho, no se dejaba encajonar por preconcepciones o prejuicios de nadie. Su naturaleza intrínseca era fluida y cambiante, ajena a los fútiles esfuerzos de los que trataban de convertirlo en una especie de escultura viviente. El pequeño jardín respiraba, crecía, mutaba. En una palabra, aquel diminuto bosque vivía y no se le daba muy bien el que lo quisieran convertir en una estéril postal.

Había una vez tambien un jardinero. Como tantos, tenía una visión, una idea, una aspiración en su cabeza. O al menos buscaba una visión – lo cual de por sí, poca cosa no es – persiguiéndola con ese etéreo afán con que se sueñan los sueños. Tenía el jardinero una imagen de un jardín de estética absoluta. Un jardín que transmitiese paz, calma y serena luz. Un jardín, diríamos, perfecto.

Y el jardinero se esmeró en plasmar en aquel jardín su sueño. En ocasiones aquello se traducía en un esfuerzo calmo, como cuando había que desyerbar, o cuando se dedicaba acomodar las rocas y pedruscos que minuciosamente recogía para el jardín durante sus caminatas. El trabajo llegaba a un extremo casi espiritual cuando regaba las plantas y hasta al acomodar para una mayor estética las hojas de la agraciada vegetación. En otras ocasiones, le corría el sudor por el rostro al mover pesadas rocas, cortar ramas enfermas y controlar plagas e invasores.

Más aconteció que el jardín resultó ser temperamental. Las plantas crecían con desusado vigor, las rocas reptaban la pendiente cual absurdos quelonios. Hasta los ejércitos de hormigas no se daban por vencidos, regresando por sustento con la calmosa inflexibiidad de las lunas y las estaciones.

Al jardinero le parecía todo aquello un verdadero despropósito. ¿Como era posible, se decía, que este jardín sea tan malagradecido? ¿Cómo pueden obstinarse tanto con mis flores estas hormigas? ¿Cuando voy a terminar esta mi obra maestra? El jardín, inmutable, permaneció en silencio mientras el jardinero continuaba en su soliloquio bajo un sol inmisericorde que dibujaba gotas de sudor en su frente.

Pasó el tiempo, y con este, pasaron también muchas otras cosas. El jardín, a pesar de los pesares, pareció mostrarse un poquito más anuente a colaborar con el jardinero. Bueno, no tanto porque su voluble y salvaje naturaleza hubiese cambiado, sino porque los esfuerzos del jardinero le habían entregado un cauce en donde – al menos por un ratito – liberar de manera más controlada el fogoso fluir de aquellos vergeles. Pero el cambio mayor se dió en alguien más. Porque el jardinero comenzó a ver el jardín con otros ojos. Conforme pasaron las semanas, los meses y los años, se dió cuenta de su secreto agrado por aquella veleidosa naturaleza. El jardín cambiaba, mutaba, lo sorprendía de mil maneras… y eso estaba bien. Su obra maestra no era una, sino muchas, tantas como días tenía el año, cambiando y danzando con las lluvias, los vientos y los soles. “Por mí, que así sea, puesto que así es”, dijo con sonriente aceptación el renovado cuidador. “No es solo el jardín. Es la jardínería”, decía. Y así, las abejas zumbaban, las hormigas marchaban, colibríes y mariposas revoloteaban. Hasta un sapito hizo del diminuto bosque su hogar. Todos ellos siempre habían estado ahí, pero hasta ahora los veía el cambiado hortelano. Hasta ahora les sentía. Ahora eran importantes para él.

Porque… a veces el jardín del cuento está “aquí atrás”… adivinen Ustedes quién… quién lo cuidará.

Un abrazo,

Fernando