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Y me monté en la bici

Hace un par de semanas me decidí. Como todos, estaba cansado – harto –  al durar en ocasiones una hora en un corto trayecto de escasos 4 kilómetros. Le venía dando vueltas al asunto desde hacía meses, pero un conjunto de razones (todas ellas más o menos sensatas) sumado a un montón de excusas (todas absolutamente inválidas) me hacían esclavo de mi carro. Al final, ganó la lógica, y me decidí por transportarme en bicicleta. Permítanme contarles como han estado las cosas a continuación.

En realidad, la idea de transportarme por otro medio me venía persiguiendo desde hacía meses. Estuve tentado por comprar una motocicleta, pero las estadísticas de accidentes en carretera de estos vehículos me hicieron desistir. También pensé en transporte público, pero la ausencia de un horario confiable, el estado de los buses y la lejanía de las paradas también lo descartaron. Así que, como todos, me resigné a hacer filas eternas; defensa contra defensa, “echando el carro” para abrirse paso entre nuestras colapsadas vías. ¿Bicicleta? No hay duchas en la oficina, hay una cuesta de camino, hay mucho tránsito y demasiados furgones, puede llover, no hay ciclovías, etc. Hasta que una tarde, soleada y ventosa, mientras soñaba despierto para no volverme de piedra en medio de la congestión vehicular, un ciclista pasó a mi derecha, silbando mientras rodaba cuesta abajo. Fue toda una epifanía: yo quería hacer lo que él. Compré entonces una bicicleta – nada sofisticado – y comencé a entrenar en el barrio. Le debo una excusa a mis vecinos por los jadeos de ahogado que tuvieron que soportar por algunas semanas mientras me ponía en forma: tenía literalmente años sin pedalear. Finalmente, hará un par de semanas, me sentí con la suficiente confianza para hacer el viaje al trabajo en bicicleta. Entonces descubrí algunas cosas interesantes.

En primer lugar, ahora soy consciente de lo prejuicioso y necio que he sido como conductor, pues he caído en la trampa de considerar al ciclista como “un animal inferior” en el ecosistema vial: una presa, un “pobre que no tiene carro”. Me atrevo a decir que esta nefasta idea priva en la mayoría de los conductores, nacida de una combinación de materialismo, ego y matonería (la “ley del más fuerte” que manda en nuestras calles). Es inevitable comparar este triste estado de cosas en nuestro medio con sociedades avanzadas como la holandesa, en donde la bicicleta es el medio favorito de transporte y estas tienen prioridad de paso inclusive sobre los peatones. Tenemos el orden de prioridades invertido, hay tanto que aprender; comenzando por entender que cada ciclista ahorra tiempo, combustible y recursos a toda la flota vehicular, por no decir al país. Solo por eso deberíamos darle paso.

En segundo lugar, ahora sé que la mayor parte de mis “peros” eran simple y llanamente excusas: hay que encontrarle “la comba al palo”. Por ejemplo, en los tramos donde es muy alto el peligro para circular, pues me bajo y camino con la bici por la acera. Y sí, la geografía de nuestro pequeño país ciertamente no ayuda – esto no es Holanda  – más si uno habita a una distancia lógica de su trabajo (5 a 8 kilómetros, supongo), no debería de encontrarse más que una o dos cuestas realmente empinadas. En cuanto a la lluvia, pues si está lloviendo, ni modo, utilizo a mi pesar el carro, como una excepción. Todo caso, nadie se ha derretido por un aguacero.

Finalmente, creo que el mayor descubrimiento es el disfrute que me brinda moverme en bicicleta. Me siento complacido por no contaminar, por quitar un carro de nuestras saturadísimas calles, por ahorrar tiempo y dinero, hacer ejercicio y pasar silbando al lado de la presa. Lo invito a Ud. también a montarse en la bici.