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Cuando huir es luchar: CORRER

Se le conoce técnicamente como “respuesta de huida, lucha o parálisis”, o también como “respuesta de estrés agudo” (frase que funcionaría perfectamente como sinónimo de nuestros tiempos). La mayoría de nosotros ha escuchado del tema y ciertamente todos lo hemos experimentado. El concepto es sencillo: en pocas palabras, se refiere al hecho de que ante una amenaza – un peligro para nuestra existencia – nuestro sistema nervioso dispara una alerta y las hormonas inundan nuestro organismo. Sentimos entonces una sensación de vacío, sudoraciones, palidez y otros curiosos síntomas. Y es que nuestro organismo ha entrado en “piloto automático” y nos prepara para lo peor, literalmente, para salvar el pellejo ya sea escapando o peleando. Lo irónico del caso es que en nuestro mundo moderno, esta reacción se justifica muy pocas veces – los tiempos del jaguar o la tribu que nos acecha tras los matorrales han pasado. Sin embargo, la reacción sigue ahí. Y eso es un gran problema.

Digo que es un problema porque el stress recurrente de cada día – los problemas laborales, el ritmo alocado de la vida post-moderna y, como no, el impacto de la pandemia nos sobrecargan hasta “disparar” esta respuesta última de nuestro sistema nervioso y nos ponen precisamente en modalidad “huir o luchar”: supervivencia, todo o nada. Pero… ¿cómo pegarle un puñetazo a un virus? ¿cómo huir de nuestras responsabilidades familiares? ¿cómo escapar de un plazo de entrega o de un problema laboral? Lamentablemente, coincidirán conmigo, esto no es posible, y el auto-engañarse e intentarlo a través de “atajos” – drogas, indolencia, elusión, negligencia – al final solo aumentan el problema.

Desde mi perspectiva personal, la gota (o la ola, para mejor descripción) que derramó el vaso fue la pandemia. Se unió a una de por sí complicada mecánica familiar, un trabajo demandante y otras condiciones personales. Me sentí atrapado. Bloqueado. Aislado. Y, como se indica en el párrafo anterior, sin mayores opciones para “golpear” al atacante. Una encrucijada sin salida, un nudo gordiano imposible de desatar… hasta que apareció la espada que lo cortó. Porque, citando al Emperador-Filósofo Marco Aurelio, “Ex impedimenta via fit”: “el obstáculo es el camino” (para los curiosos, la frase completa y más literal en castellano dice así: “El impedimento a la acción se convierte en la acción. Lo que obstruye la vía se convierte en la vía.”). Descubrí entonces – más bien insconscientemente – que si bien no podía huir de una pandemia y todo el otro aparejo de mi vida, podía engañar a mi organismo para que así lo creyese. Y empecé a correr. Muy mal y muy poco al principio, pero cada vez más y poco a poco mejor. Era como una catársis. Una salida. Una liberación. Además, cuando el alumno está listo, aparece el maestro, y un profesional se apareció de la nada y accedió a explicarme, mejorando la técnica y el entendimiento del atletismo. Para mi sorpresa, resultó que toda mi vida había corrido mal. Con este impulso final, correr se ha convertido ahora en una parte integral de mi vida. Es la descarga de la tensión, el “cable a tierra”, la barrera contra los padecimientos. Una válvula de escape donde se liberan problemas distantes y se pelean batallas imposibles.

Les cuento todo esto ahora porque fue precisamente hace unos días cuando, ya sudoroso y respirando profundamente, inmerso en el dulce dolor de la carrera; se me ocurrió el título de este comentario. Me parece a mí una idea tremendamente ilustrativa. Es de hecho, mi conclusión. Porque es una ironía, una contradicción, un oximoron, pero es verdad. Porque si hablamos de correr, huir es luchar.

Nos vemos en la carretera – sigamos corriendo. Es decir, sigamos luchando. Cada día.

Fernando

Gracias, Diego.

“Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha.” – Diego Armando Maradona

Te voy a contar algo, Diego. Primero que todo, debo confesarte que no soy argentino, soy tico, bueno, costarricense para usar un término que entenderás mejor, por lo que debería estar más bien molesto contigo: no estuvo bien eso que dijiste de la “Sele” en el 2016. Así que ya ves, no solo nos separa la nacionalidad, sino que nos hiciste seria afrenta. Pero bueno, cosa pasada; disculpa aceptada. Porque lo que quiero de verdad decirte es una sencilla palabra, una sola. Hay tantas y tantas otras que podrían decirse, pero quiero resumirlo en una sola. Porque… cuando yo era solo un niño, solo un “pibe” dirías, me enseñaste a vibrar de verdad con el deporte. Me enseñaste que lo más terrenal (patear un balón) se vuelve divino cuando el alma y el talento se juntan con la pasión. Tendría yo quizás unos diez años. Aún puedo recordarlo. Mis ojos simplemente no podían creerlo… ¿cómo podía alguien hacer eso con una pelota? ¿Era posible que nadie pudiera detenerlo? ¿Existían de verdad los héroes? ¿Era así como luchaba Aquiles? ¿Era así que derribaba gigantes Hércules? ¿Era posible hacer eso? Aún me estremezco al recordar…

Me enseñaste también que se besa el escudo de la patria y que hay luchas que trascienden lo “mío” en función de lo “nuestro”. Me enseñaste que a veces hay que gritarle al mundo de frente, como tú lo hiciste a través de aquella cámara. Me enseñaste que la rebeldía y el genio pueden convivir… y muchas veces son dos caras de la misma moneda. Me enseñaste a llorar de emoción.

Y te cuento algo más: tus millares de detractores, esos que se la han pasado antes y ahora señalando tus faltas y errores, esos son los que te brindan el último y mayor homenaje. Esa gente que tanto se empecina en mostrar tus constantes cuitas, tus yerros y torpezas, esos solo realzan el nivel de tu grandeza. Porque Diego, como te cantan aún en Nápoles, tu segunda patria, vos sí que eras uno de los nuestros. Boquiflojo, vicioso, mujeriego. Bohemio, embustero, andariego. Indolente, inconsecuente, impulsivo. Pasional, fogoso, satírico. Humano a carta cabal, con un menú de falencias y trastadas para llenar varias vidas. Y a pesar de todo eso, Diego, fuiste quien eras y te vas el que sos. Como dicen por tu amada patria, te “bancaste” tus errores, cometidos ante los ojos del mundo en tu calidad de figura pública universal. Porque… ¡qué fácil es juzgar! ¿Por qué estamos siempre tan prestos para el odio y el rencor? Qué fácil es esconderse detrás de un teclado, en la fetidez convulsa de una red social, en un meme o en la sorna del chiste de cantina. Esos agudos críticos, cristianos solo de título, ellos tienen el lujo de la privacidad y el anonimato. Tu lado oscuro estaba completamente expuesto, tus errores eran noticia. Aquí seguimos nosotros, pusilánimes, escondiendo día a día los nuestros. Diego, tu nunca pudiste ser normal: desde que eras un adolescente, nunca tuviste derecho siquiera a un café sin el acoso feroz de periodistas, paparazzis y fanáticos. Saltaste en un instante de la más abyecta pobreza a la fama y el dinero. Al menos yo, sinceramente, no lo hubiera hecho mejor. No te juzgo. Inclusive, me conduele esa faceta de tu vida. En fin, Diego amigo, no te apures: esos cobardes, su odio y sus sornas se irán apagando poco a poco, para verdades el tiempo. Tu recuerdo en la cancha, ese es eterno.

Caramba, cuantos amagues he hecho y aún no te lo he dicho, una vez más me has inspirado en la gambeta. Mejor lo hago ahora antes que vuelva a olvidarlo, porque la emoción es fuerte. Quería simplemente decirte algo. Y es que eres la encarnación más humana de los cuentos de hadas, la mixtura del pantano y del Olimpo, lo que todos llevamos por dentro. Hay un viejísimo video de tu infancia – te están entrevistando, la historia no miente – lo dijiste, Diego, y eras solo un “cebollita”. Dijiste: “Mis sueños son dos. Mi primer sueño es jugar en el Mundial. Mi segundo sueño es salir campeón”. Diego, eres un privilegiado, alguien que cumplió su mayor deseo, ese sueño eterno de la infancia que no se le cumple al resto de los mortales. Y a través de tu proeza, nos hiciste campeones a todos contigo. Todos los que te vimos jugar alzamos contigo la anhelada Copa.

Bueno, esa fue la última finta – aquí va ya el zurdazo final: por todo eso y más, yo quería simplemente decirte “gracias”, Diego.

Chau.

Fernando

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