Sabia virtud, de conocer el tiempo…
No puedo precisar la primera vez que escuché ese verso: la canción aparece en mi memoria como algo inmarcesible, eterno. Y es que el Tiempo (así, con “T” mayúscula) no es poca cosa. De hecho, dicen que es el mayor – y el más omnipresente – de los enigmas. Para empezar, su definición escapa a nuestro entendimiento. Cualquier hijo de vecino, al preguntársele qué es el “Tiempo”, nos mirará con ojos suspicaces y nos mostrará el reloj en su muñeca o nos hablará de “años”, “días” o “minutos”. Sin embargo, el Tiempo no es su medida. Interpelan entonces los físicos, acariciando ideas e hipótesis, y nos hablan de entropía y de espacio-tiempo y otras muchas “malas palabras”, pero en realidad nadie está seguro de qué es o cómo se comporta. No pretendamos resolver entonces el mayor de los misterios en una cuartilla; enfoquémonos de momento en como navegamos últimamente por el tiempo los seres humanos… y en sus efectos.
Otrora, el correr del tiempo era más tranquilo, más pausado, más natural. Porque la consigna de hoy es la velocidad. Vivimos en una sociedad que exalta los km/h, las RPM, los Mbps, los Hz y los milisegundos. Pareciera como si se apretujaran los sucesos, las tareas, los desplazamientos y hasta las ideas en menos y menos (unidades de) tiempo. Caminamos más rápido (y viendo el celular), nos consume el “multitasking”, y nuestros relojes de pulsera miden ya centésimas y milésimas de segundo. Creamos una red – la internet – donde el tiempo y el espacio se comprimen, pero ante nuestro limitada capacidad de ingesta de información, nos ahogamos: un estudio reciente indica que el tiempo promedio que una persona dedica a una página web – independientemente del tipo o cantidad de contenidos – son míseros 10 segundos. Simplemente no tenemos tiempo que dedicarle a nada ante un infinito torrente de información que fluye día y noche: somos la encarnación perfecta de las predicciones de Toffler y por ratos le hacemos la corte a Huxley y a Orwell. Porque este vértigo tiene un precio: conozco gente que confiesa sentir “como si la semana se hubiera comprimido en sólo dos días”, en donde los días laborales se apretujan en un solo lapso de conciencia, para luego medio descomprimir durante un fugaz fin de semana. Nos asola una nueva pandemia mundial que los filósofos modernos han denominado “presentismo”, la cual nos impele a saber siempre qué es lo último, lo más novedoso, lo “trending”, porque lo que importa no es siquiera el “hoy”, sino el “ya”. Es una obsesión que nos empuja a saberlo todo y a estar en todas partes al mismo tiempo, derivando en comportamientos compulsivos ya bien caracterizados. Las estadísticas muestran que revisamos el correo electrónico hasta 30 veces por hora. Los jóvenes envían o reciben un mensaje de texto cada 6 minutos. Los adultos revisamos el teléfono cada 7 minutos. Pareciera como si hubiera una relación inversa entre lo smart del phone y lo fool del user. Como apunta Nicholas Carr, el corolario final de esta triste realidad es que estamos encomendando, o más bien, abandonando la más crucial de las decisiones, como lo es la definición de nuestro foco de atención (y con ello, nuestro tiempo, nuestro albedrío y, últimamente, lo que somos) a sofisticados algoritmos informáticos destinados a secuestrar nuestro interés, a literalmente drogarnos con chismes, videos y noticias. Una cruel ironía pareciera condenarnos a un nuevo salto evolutivo: de homo sapiens a homo zappiens (término acuñado por Veen, en alusión al vocablo zapping, que indica el acto de saltar de canal en canal de TV sin mirar realmente ninguno). En fin, FB o no FB, he ahí el nuevo dilema.
Sin embargo, hay esperanza. Pensadores como el citado Carr, así como J. Lanier y D. Rushkoff, entre otros, han encendido las luces de alerta. Byung-Chul Han nos ha caracterizado como una “sociedad del cansancio”, donde la actividad es un propósito en sí misma. Paralelamente, múltiples iniciativas internacionales, entre ellos el “Slow Movement” proclaman una revolución en contra del ubicuo mantra que dice que “más rápido es mejor”, con corrientes que abarcan desde la jardinería, pasando por el acto de comer, hasta la ciencia, la fotografía y la lectura: todo “a lo slow”. Se popularizan disciplinas como el yoga y la meditación. Otros revalorizan el acto de aburrirse. A mi parecer, un elemento trascendental en esta tendencia es el cuestionarnos cómo estamos midiendo el tiempo. Y es que el subordinarnos a unidades diminutas (segundos, centésimas y otras) coarta nuestra libertad: son inaprensibles parpadeos de la existencia que no dan chance a nada. Es por ello que han surgido nuevos relojes analógicos que utilizan una sola aguja sobre una carátula de 24 horas, ralentizando la percepción del correr del tiempo. Danny Hillis, mezcla de informático con científico loco, dirige el proyecto de construir un reloj que haga “tic” una vez al año y que funcione por al menos 10.000 años, para así darnos perspectiva, al conectarnos mejor con el tiempo a escala geológica y con las siguientes generaciones. El citado Toffler lo había expresado de otra manera: el ser humano puede ser caracterizado como el conjunto de 800 generaciones que cubren los últimos 50.000 años, una cada 62 años. De esas 800 generaciones, 650 las pasamos en cuevas. Solo durante las últimas 70 generaciones ha habido palabra escrita. Solo durante las últimas 4 hemos aprendido a medir con exactitud (¿a pervertir?) el tiempo. Solo las últimas 2 han utilizado el motor eléctrico. Y es la última – la nuestra – la que chapotea entre pantallas, virtualidad y “memes”. Ver así nuestra existencia – como individuos y como especie – cambia la perspectiva, y con ella, nuestras metas, nuestras preocupaciones y, últimamente, nuestro destino.
Puede que haya algo de verdad en eso de que “cada segundo cuenta”, pero la vida se compone no de segundos, sino de momentos. Reclamemos entonces el tiempo para vivir el momento. El ser demanda introspección y autoconciencia, y estas a su vez demandan tiempo. Exigen tiempo la familia, las amistades, las vivencias y todo lo que vale la pena en este mundo. Sigamos el consejo del incontenible Muñiz, cuando canta eso de “dar tiempo al tiempo, que de amor y dolor, alivia el tiempo”.