Cuentos | Fiction

Además de posts  & artículos de opinión, gusto de escribir ficción – particularmente cuentos y pequeñas historias.

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Adicionalmente, comparto los cuentos “Golpe a Golpe”, escrito en conmemoración a la Abolición del Ejército en Costa Rica, mi patria. Asimismo, el cuento “De espaldas”, ganador del concurso nacional La Nación > Áncora 2014 > “Cuenta como gol”, en conmemoración del Mundial de Fútbol Brasil 2014 y una sátira llamada “BBQ in DNA” (más abajo…). ¡Disfruten amigos!


Golpe a golpe

Las victorias militares por si solas valen poco. Lo que sobre ellas se construye es lo que importa.” – José Figueres Ferrer, Enero de 1949

Puede parecerle ridículo o inclusive absurdo, pero yo tampoco estoy exento de cambiar; y eso que soy un tipo duro, forjado a palo y fuego. Noto cierta incredulidad en su mirada. Comprenda que todo aburre y termina convertido en rutina, o tal vez sea el simple cansancio y desgaste con los años. En fin, no me juzgue así, a priori, déjeme contarle brevemente mi historia. Creo que terminará coincidiendo conmigo… Mire, porque al principio – y por muchos, muchos años – yo no pensaba como ahora. Uno nace con un propósito y yo tenía muy claro cuál era el mío: vine a este mundo a aplastar, a romper, a destrozar. No me andaba con contemplaciones, y de la mano de mis socios, dimos cuenta de decenas. Siempre tuve la capacidad de sentirme uno con mis compinches: ni bien habíamos empezado el trabajo cuando la sinergia y empatía eran perfectas: sentía la fuerza, el vigor y sobre todo la furia que guiaba cada uno de nuestros ataques. Así cada día, cada hora, cada impacto sin contemplaciones: lo mío era destruir, atropellar y destrozar. Al final de cada jornada, a recostarnos y reposar en algún rincón a buen resguardo de los elementos (nunca me he llevado bien con el agua). Una rutina diaria, asolando sin remordimientos para recuperar fuerzas por las noches. Esa fue mi existencia, por años y años, prácticamente desde que vine al mundo…

Hasta que llegó ese día. Lo recuerdo perfectamente, y estará conmigo hasta el final, cuando el tiempo oxide la última parte de mí ser: Era Diciembre. La mañana era clara y soleada, perfecta para acometer. Y para serle franco, tenía algunas semanas sin estar activo: sentía en mí ser la necesidad de ser útil, lo mío es la acción. Cuando llegó el que pensé sería mi socio para la jornada, me desilusioné. Era un tipo débil, que no estaba a la altura de mi experiencia. Lo más extraño es que no pude captar en él ninguna intención de trabajar. De hecho, al final de nuestra brevísima relación, ni siquiera hicimos el intento: se limitó a indicarme donde esperar. Estaba entonces algo decepcionado, viendo pasar a mi alrededor múltiples socios de alto potencial, más ninguno reparaba en mí. Había discursos y movimiento, nada de mí interés. Fue entonces cuando se acercó él. Le soy sincero, al verle, no me causó una buena impresión. Era un hombre pequeño y delgado, mostraba una calvicie incipiente y sus ropas estaban completamente fuera de lugar: ninguno de mis socios se había vestido jamás así. Y es que, ¿sabe?, para este trabajo – supongo que para todos – hay un cierto código que él irrespetaba vulgarmente con su trajecito elegante. Debí haber sospechado que había algo más, sobre todo por la fanfarria que nos envolvía a los dos, pero la verdad, ¿cómo iba a suponer lo que vendría entonces? Sólo recuerdo que me tomó con sus manos, y con mayúscula sorpresa, sentí en ese hombre una fuerza, una energía, un empuje como jamás había sentido y supongo que jamás volveré a sentir. Supe entonces que algo maravilloso, algo inusual, algo mágico iba a acontecer. Me concentré en entenderle, en captar su esencia, en descifrar su ser… Lo que ese hombre me transmitió jamás lo olvidaré: vi el brillo en sus ojos, cuando se inclinó conmigo hacia atrás: íbamos a atacar. Y sin embargo, su mirada lucía perdida. Le vi leyendo. Le vi escribiendo. Le vi pensando. Le miré en motocicleta, subiendo colinas, cruzando campos. Simultáneamente, yo me aceleraba más y más, hacia adelante, hacia el futuro, impelido por su rauda mano. Mientras volaba, sentí también en él instantes de profunda frustración, de una indignación inmensa. Sentí en sus venas la decisión absoluta y total de actuar por los suyos y por su tierra. Me transmitió sus palabras, sus exhortaciones, sus llamados a defender la patria. Le vi cargando las armas. Capté entonces imágenes de profundo dolor, momentos sombríos: los vi enfrentarse entre sí, en llanuras, bosques, pueblos y barriadas: vecino contra vecino, amigo contra amigo, familia contra familia, hermano contra hermano… Sentí el dolor inmenso de aquella gran alma al verlos yacer heridos, muertos, ensangrentados. Su mirada se oscurecía, sentía como le faltaba el aire a aquel gigante cuando retumbaba en su memoria el sonido de la pólvora, los gritos de los hombres caídos, el llanto de las mujeres y el silencio de las tumbas sin nombre. El choque amenazaba cuando pensaba que aquel hombre no iba a soportar más, sus huesos crujían y su consciencia temblaba. Temí que el cansancio y el sufrimiento hubieren gastado su fuego, cuando de la nada vino la resolución final al lanzarme hacia el golpe definitivo. No envidio a mi colega del rayo: iba yo ciertamente en manos de los dioses. La mirada de mi socio era entonces preclara, límpida, absoluta; apuntando a aquella almena del torreón que relumbraba al sol. Y aunque físicamente se concentraba en la trayectoria y el inminente impacto, en su alma se tejía una visión. Vi entonces un museo. Vi escuelas: cientos de ellas, desperdigadas por todas las tierras que antes vislumbré bañadas en sangre. Vi devotos maestros enseñándoles a niños campesinos, con abnegación y empeño. Advertí instituciones y vislumbré parques nacionales. Divisé represas, torres y acueductos. Vi campos labrados. Me mostró bibliotecas, libros, cultura, conciertos, festivales. Vi tractores y también vi violines. Pero sobre todo, y justo cuando aquella pared se derrumbaba estrepitosa ante nuestro ímpetu, vi decenas, cientos, miles de jóvenes que caminaban con libros bajo el brazo, sin miedo a golpes de Estado, ni a disturbios ni a la guerra. Era un ejército de jóvenes que jamás vestirían de oliva ni conocerían el fusil. Irónicamente, al impactar y caer los pedruscos, el rostro de aquel hombre no mostraba la furia de todos mis anteriores socios. Había solo una media sonrisa, un eco sereno que venía de los confines de su alma. Los guijarros se descuartizaban en medio de una fina nube de polvo cuando asomaba en su semblante un gesto de paz, de entrega, de satisfacción plena. Ese fue mi gran momento, el que justifica y supongo que expía toda mi anterior existencia: me cambió para siempre. Yo, que nací para azotar, soy ahora de los que ansían construir, levantar, ayudar. Él me enseñó todo eso.

¿Aún está Usted conmigo? Ojalá no le haya aburrido, porque ya voy a terminar. Y es que esa… esa es mi historia. Mire, espero que ahora esté de nuestro lado, guiado por la visión de mi socio de aquel día. Todos podemos ayudar. Doy gracias al destino que me demostró que efectivamente, el futuro se hace no solo golpe a golpe, sino también verso a verso. Escúcheme: esto es una lucha sin fin que necesita hoy más que nunca a hombres como el que conocí un 1ro de Diciembre de 1948 en lo que fuese un cuartel militar. Un hombre de brillantes ojos azules capaz de partir la historia en dos con un inmortal golpe de… ¿Se sonríe, eh? En efecto, adivinó Usted: un colosal golpe de mazo.

FIN


De espaldas

Fue un trancazo magnífico, un golpe seco que hizo girar todas las cabezas a un tiempo buscando la causa de aquel estrépito. Con todo y banco, en cámara lenta y sin mover un músculo, así se había venido para atrás desde lo alto de la barra. La botella de cerveza seguía dando vueltas en el piso echando borbotones de espuma por la boca, mientras que por la suya salían pestes y maldiciones. Las carcajadas de sus compañeros de juerga acallaban hasta el estridente televisor por donde el narrador transfiguraba el castellano. El afligido cantinero levantó rápidamente el puente levadizo de su pequeño castillo para encontrarlo en una pose imposible, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el torso hacia la derecha y los brazos extendidos; pero el cumplido ángel protector de los borrachos no había faltado y el rechoncho accidentado ya se estaba incorporando. Un codo raspado y la escasa dignidad que le quedaba maltrecha, nada más. Le tendieron un par de manos para ayudarlo a erguirse. Lo que él no pudo explicar – nunca pudo explicarlo, un “jumas” hace de pésimo cuentista – fue el porqué de la caída.  Y es que solo llevaba siete cervezas: apenas estaba empezando. Además, se había comido una taza de sopa fría y un trozo de pan añejo antes de salir de su casa. Es decir, no había sido por ebriedad. Fue algo más. Fue durante esa jugada, al final del segundo tiempo. Estaba aún bajando el frío y burbujeante trago, mirando el televisor, cuando lo sintió. Venía el tiro de esquina. Y sí, lo sintió. Porque al principio fue solo eso, una sensación, un cosquilleo mientras observaba mudo, concentrado, absorto, con la respiración contenida frente al televisor mirando ese balón. Se le desapareció la botella de la mano. Y no sintió más el poyo. Sintió algo como un pequeño mareo y se notó sudoroso, agitado, tenso y listo como un tigre a punto de saltar sobre la presa. Solo que la presa era el balón, que ya venía por los aires. Él estaba ahí, en el centro del área. Pero no le sorprendió en lo más mínimo, puesto que obviamente tenía que estar ahí. ¿Cómo no estarlo si él era él, número diez en la espalda, zapatillas refulgentes en los pies? Y se acababa el partido y venía ya el centro, tenía que rematar, “tijereta” en el aire. Arqueó atléticamente la espalda…  Saltó, o al menos eso creía, pues en realidad no lo tenía muy claro. Se halló entonces de espaldas sobre el césped.

En la cantina, el televisor miraba sin pestañear a todos los presentes, en mágico contraste con la penumbra del bar. La imagen que descendía desde los cielos hasta el aparato en forma de plato en el techo de la pequeña taberna mostraba al jugador número diez en el suelo, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, el torso hacia la izquierda y los brazos encogidos. Había caído de espaldas en medio del área, aparentemente derribado por alguno de las dos torres que lo cercaban cada vez que se acercaba a la portería. Al menos eso es lo que parecía deducirse de la repetición, pero había tanta gente en el área – coincidían en transmisión en vivo el narrador y los analistas – que era difícil saberlo con claridad. Todo caso, él era él y su caballerosidad era legendaria: sería impensable que empezara a fingir así y en un momento como este. Le tendían la mano un par de compañeros, aunque ya comenzaba a levantarse. Pero lo que nunca contó a nadie – un jugador profesional, un “crack” como él jamás se expondría a tal escarnio –fue el porqué de la caída. Él estaba ahí, en el área, más que listo, en ese estado mental en que el cuerpo juega por sí mismo mientras la mente lo contempla con admiración. De pronto le llama la atención un reflejo. La pantalla gigante brilla casi incandescente, juzgando a todos en el estadio con una omnipresencia cegadora cual sol rectangular. Él tenía que concentrarse, ya venía el centro al área, pero tenía tanta, tanta sed. Y la imagen de esa cerveza se miraba deliciosa, fría, simplemente perfecta. Toda su atención se fijó en aquella botella. Solo eso: tomarse un trago de esa cerveza. Más cerca. Más, en un túnel de atención absoluta. Sintió como un vértigo. Se le clavaron mil agujas en las manos, un calambre le recorrió la espina.  El césped desapareció bajo sus pies, y de pronto no estaba ahí la enorme pantalla fulgurante ni las luces; ni el imponente estadio ni las tribus compuestas por miles de fanáticos vestidos con colores cabalísticos gritando al compás de una danza eterna, tan moderna como remota. Él ya no estaba ahí, sino que estaba en la barra con esa perfecta cerveza, fría, burbujeante y escarchada sostenida en su mano. No le asombró en lo más mínimo, pues él era él, cerveza en mano, siempre en el bar viendo la TV. Saboreó con deleite el trago que le bajaba con suavidad por la garganta mientras se apoyaba demasiado hacia atrás en el alto taburete, con algo como la sombra de un escalofrío recorriéndole aun lentamente la espalda. Entre tanto, la física le cayó con todo el peso de ser ley, y la masa del rollizo comensal inclinó el banco. Muy lentamente, como la cámara lenta que no se cansaría de revivir la polémica jugada, desde lo alto de la barra se fue de espaldas. Al banco se le astilló una pata, la cerveza rodó violentamente y comenzó a girar mientras vomitaba espuma, y todo el bar soltó la carcajada.

El televisor se refleja como en un caleidoscopio en los grasientos espejos del bar, mientras la estridente voz del narrador señala, en medio de la infaltable metralla publicitaria, que en todo caso el movimiento tenía una sincronización “casi divina”. En seguida la voz sin rostro se traba en una batalla de sinónimos, ensalzando este tipo de jugada “prefabricada”, “prediseñada”, “planificada”, “planeada, “de camerino”… Anuncios, silbidos. Conato de bronca en la cancha. Polémica. Pero al final eso fue lo de menos. Lo cierto es que se había pitado penal. Esa noche ganaron por la mínima.

Y en cuanto a él… bueno, él se sentó. La caída lo hacía un discutible héroe, pero héroe al fin. Una sonrisa de satisfacción le cruzaba el rostro mientras bebía una cerveza exquisita.

FIN


BBQ in DNA

Conversación nunca escuchada en la barra imaginaria de un bar que no existe… o quizás sí…

Cliente 1: “Se lo digo en serio, amigo: en algún lugar de un gran país, algún científico, mientras busca el cromosoma causante de una extraña mutación o el gen detrás de un extraño síndrome, va a encontrarse de rebote con el código genético detrás de las barbacoas: así es, va a leerse “BBQ” aunque se escriba sólo con A, C, G y T. ¿Se ríe Usted? Está bien. Más piénselo, por qué es que (a menos que sea usted un mutante de esos llamados vegetarianos) nos ponemos más sociables, más amables, más fáciles de trato con solo el olor a carne en el asador? Otro ejemplo: ¿qué hay con las piscinas? El solo ver ese repositorio de agua cristalina pone a todos en modo de fiesta. ¿Sigue incrédulo, no? Sí, yo sé lo que está pensando. Usted piensa que mis ideas tienen la relación causal invertida, y es la piscina o la barbacoa lo que nos pone felices. Hmmm… confunde Ud. correlación con causalidad. Lo que estoy diciendo, lo que digo es que llevamos el recuerdo de cientos de generaciones, literalmente la marca de miles de años de cazadores, recolectores y agricultores para los cuales esos eventos significaban literalmente supervivencia. Y vivir no es tan malo, ¿sabe? Entonces creo que esos comportamientos esa sensación de paz y alegría en torno a las barbacoas y las piscinas tiene un fuerte componente instintivo, lo que llamaríamos un apéndice del instinto de supervivencia. La impronta de miles de años, el peso de toda la experiencia de nuestros ancestros viaja con nosotros: esa costilla de mamut (quisiera decir Brontosaurio, pero eso le toca a un tal Pedro) a las brasas sigue oliendo hoy igual de bien que hace 20.000 años.

Podemos pensar en otras situaciones afines que disparan esa memoria colectiva de nuestros genes: la afinidad con los perros, encontrar moras comestibles en el bosque, pescar, la caza y la recompensa emocional que genera, el ritmo de un tambor, las pupilas dilatadas de un bebé al ver una serpiente o una araña, la danza… muy por dentro seguimos siendo cazadores-recolectores, agricultores, alfareros, combatientes de a caballo y espada… somos los que somos y también los que nos antecedieron… ¿qué piensa Usted? Lo veo disperso…

Cliente 2: Pienso que no hay forma de escribir BBQ usando la A, la C, la G y la T.

Cliente 1: ¿Cómo? No, olvídelo. Dejémoslo ahí, mi amigo. ¿Me dijo Ud. su nombre.?

Cliente 2: Carlos

Cliente 1: Un gusto, Carlos. Yo soy Arturo. Le invito un trago.

Cliente 2: Trago si lleva la “A”.

Cliente 1: Si que la lleva. Dos whiskys. ¡Por los antepasados, salud!

Cliente 2: ¡Salud!

FIN